Muchos hombres, en un momento determinado de sus vidas, pueden llegar a sentirse Napoleón y creerse vencedores de batallas en las que ni siquiera han participado. Son soldados rasos que no se resignan al anonimato del pelotón y que, a niveles inconscientes, prefieren identificarse con un Napoleón triunfador.
Llevando esa devoción a límites patológicos, no faltan incluso quienes renuncian para siempre a su verdadera identidad para identificarse con ese Napoleón, considerado como símbolo de poder. Hablamos ahora de los famosos delirios napoleónicos.
Este es el caso del protagonista de esta novela: a pesar de la voz responsable que le interpela desde lo más profundo de su conciencia, Hilario se cree Napoleón, se inventa interlocutores palaciegos, y de vez en cuando sale al balcón de su casa para contemplar la ciudad extendida a sus pies, del mismo modo que el Gran Corso, desde lo alto de una pirámide, contempló a sus soldados acampados a las orillas del Nilo.